El sepulcro «habló» sin pronunciar una sola palabra

Homilía escrita por mí para el Domingo de Resurrección, del año del Señor 2020

«Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que (…) se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero» (Pregón pascual). A pesar de las tinieblas, aquella noche fue la que brilló con más fuerza. Y, sin embargo, su luz aún no es conocida por todos. Como decía San Pablo VI, Cristo es «el secreto de la historia», que ha atravesado todos los límites humanos mostrando su divinidad.

¡La muerte! Que en estos días se ha convertido en el llanto de tantas familias, que ha asolado nuestro país de un modo impensable, no tiene la última palabra. La victoria de Cristo, su Resurrección, es hoy también la bandera triunfadora. Porque aquella noche, los lienzos y el sudario con que se envolvió el cuerpo del Señor comenzaron a narrar el más bello de los acontecimientos en la Tierra. Si Cristo había resucitado, nosotros, por el bautismo, seríamos invitados a hacerlo. Y en esa continua espera nos hayamos, en el “maranatha”, o en su traducción «¡Ven, Señor Jesús», que nuestros labios pronuncian siempre tras la consagración.

Y cuando Él vuelva, los abrazos que ahora anhelamos en el confinamiento, serán realidad en el Cielo, si allí llegamos. Con la firma esperanza anhelamos el reencuentro de quienes nos han precedido en la vida y en la fe; y esa esperanza, es la misma que movió el corazón de María la Magdalena. ¡Una mujer fue la primera en ir al sepulcro! Ella, tan cercana a Jesús, que hacía real aquello de: «sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho» (Lc 7, 47). Movida por ese amor a Jesús, aún de noche, va hacia el sepulcro. Aquel corazón sentía un pálpito.

Llegó al sepulcro y vio la losa quitada. Echó a correr. Sabía bien a quien acudir. Aquellos dos hombres eran dos muy amados por el Señor. Pedro, la experiencia, la piedra pero también la tozudez; y Juan, el joven y amado discípulo, la inocencia más viva. Ellos dos, antagónicos en muchas cosas, pero amigos del Señor, corren al sepulcro. Y como tantas veces sucede en la historia de la Iglesia, cada uno va a una velocidad distinta; mientras la inocencia y la juventud corre sin temor alguno, el sabio siempre va más despacio, pisando sobre seguro.

Y Juan sabía que el Señor había puesto a Pedro como primero entre todos. Esperó para que él entrase primero. Pero ambos fueron testigos. María no había aún entendido qué significaba aquello, pues, como el evangelista comenta, llegó de noche. Nuestra oscuridad no es un signo de la presencia del Señor. Él vive en la luz porque es la Luz. Y nosotros, como diría el Apóstol Pablo, somos hijos de la luz. Pedro y Juan llegarían de madrugada, con el alba, al sepulcro.

En el sepulcro solo hallaron silencio. Y unos lienzos. Era su Pascua. Por allí también pasó Jesús. El sepulcro «habló» sin pronunciar una sola palabra. Y la Luz se hizo presente en sus corazones, en sus mentes. Resurrección. Aquella palabra que tantas veces habían escuchado pero no lograban entender, en aquel momento se hizo clara y presente.

Vieron y creyeron. No hubo necesidad de más. Todo estaba dicho. Y la levadura comenzó a fermentar y «aunque distribuye su luz [la de Cristo], no mengua al repartirla» (Pregón pascual). La masa de la Iglesia comenzó a fortalecerse y extenderse. Y ellos, testigos, fueron ahora anunciadores. A todos contaban lo sucedido. ¡Cómo callar aquel misterio tan gozoso!

La Pascua es el tiempo de la dicha más cierta, de la alegría más imperecedera. Por nuestro bautismo hemos recibido la promesa de la vida eterna, la confianza en el amor de Dios que nos sostiene como hijos, la esperanza de un Cielo abierto por su Resurrección. Salgamos hoy también nosotros de nuestros sepulcros, de nuestra cerrazón, de nuestra fe tan vaga, de nuestras seguridades humanas, para resucitar con Cristo.

¡Feliz Pascua de Resurrección! Jesús ha llenado de alegría este tiempo para nosotros. «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» (pregón pascual). Amén.

[Imagen: Cathopic.com]

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