Uno de los personajes más curiosos de este tiempo litúrgico de adviento es San José. Es un hombre tremendamente callado; ¡un prodigio histórico! Pero aunque el Evangelio no recoja ni una sola palabra de él, su silencio le ha caracterizado.
En la historia de la salvación, Dios ha pensado hasta en el más pequeño de los detalles para que, al igual que sucede en los cuadros, cada trazo formase parte de la idea que se intenta expresar, pero si estuviese aislado no entenderíamos su significado. José es el trazo de la Sagrada Familia de Nazaret que no podría faltar.
«La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer. Y sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús.» (Mt 1, 18-25)
Lo primero que podemos decir de José es que en él se cumple la promesa. Todo amor lleva inherente una promesa. Al igual que en las carreras siempre hay una meta, en el amor se camina siempre buscando el bien del amado. Se persigue una promesa que un día se verá cumplida. Cuando se casan los novios prometen permanecer en el amor a pesar de las adversidades y en los momentos felices también. En el caso de José la promesa era su ascendencia; Jesús descendería de un linaje real, el de David (cf. Rom 1, 3), porque José era descendiente suyo. Y en Jesús se cumple la promesa de la realeza davídica. Era el rey que esperaban pero no del modo en que querían. «Este hombre es soñador, es capaz de aceptar esa tarea, esa tarea difícil y que tiene tanto que decirnos a nosotros en este tiempo de fuerte sentido de orfandad. Y así, este hombre acepta la promesa de Dios y la lleva adelante en silencio, con fortaleza, la lleva adelante para que aquello que Dios quiere se cumpla» (Papa Francisco, Homilía, 20 de marzo de 2017).
Además, desde Juan Pablo II lo reconocemos como el Custodio del Redentor. No es un título cualquiera, sino una palabra certera sobre su misión. El primer educador de Jesús será José, que debe velar por su educación, pero también por su vida, para que crezca y madure en todas sus facetas. En sus brazos está el Salvador que los pueblos esperan. Por eso, ante el aviso del ángel decide escapar a Egipto para proteger la vida de Jesús de Herodes. Y luego al regresar tiene la intención de ayudarlo a crecer y formarse, cuidando de la familia a través de la carpintería. Es el padre que busca que nada le falte a su hijo, de manera que cumple así con su misión paterna.
Una tercera característica de José es el silencio del que antes hablábamos. Es significativo en cuanto que muestra su humildad, su preocupación por lo esencial, por sostener a su familia. Y que él sabe estar atento a las necesidades de los otros, pendiente de que no le falte nada a su mujer y a su Salvador. Es la delicadeza de los gestos, del lenguaje no verbal. Aunque no haya palabras, aquí hay mucho amor, y amor del bueno. Se transparenta siempre su buen hacer, su ternura, su servicialidad. Y todo en medio del silencio. La noche de Belén en la que el Verbo se encarnó es la imagen de cómo ha vivido José ante el misterio que ha acontecido en su vida: lo ha acogido en el silencio de su corazón para que ya no dejase de resonar nunca. Como dice Benedicto XVI a propósito del silencio de San José: «es un silencio impregnado de la contemplación del misterio de Dios, en una actitud de disponibilidad total a las voluntades divinas. En otras palabras, el silencio de San José no manifiesta un vacío interior, sino por el contrario, una plenitud de fe que lleva en su corazón, y guía cada uno de sus pensamientos y cada una de sus acciones» (Ángelus, 18 de diciembre de 2005).
Y, por último, es el varón justo. Decide repudiar a María, pero en secreto. Pero en cuanto el ángel le habla en sueños y le explica lo sucedido, cambia de decisión para caminar a la par de la voluntad de Dios. Él busca corresponder al amor divino en su sencillez y con sus obras. Lo demuestra en cada pequeño gesto evangélico que le vemos realizar. San Juan Crisóstomo afirma que «siendo justo, es decir, benigno y moderado, quiso dejar en secreto a la que veía expuesta a la infamia y a la máxima pena de la Ley. Como quien se coloca por encima de la Ley, José la salvó de ambos peligros. Pues a la manera que el sol antes de ostentar sus rayos ya alumbra la tierra, así Cristo, antes de nacer, hizo que apareciesen en el mundo muchas señales de perfecta virtud» (Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 4-5, 19).
Pero, ¿por qué la figura de José en Adviento? Porque es el hombre de la esperanza y de la espera. La Sagrada Familia tiene muchas cosas particulares que no veremos en ninguna otra familia y entre ellas se encuentra la esperanza, signo de la confianza en Dios. En nuestro refranero popular se halla la expresión: “el que espera, desespera”. Pero ellos no supieron nunca lo que significaba la segunda parte. José vive con María la espera, los nueve meses, su novena multiplicada por treinta. Y, a pesar de que no entendieron los planes de Dios, se fiaron de Él, esperaron y entonces llegó su Salvador, el Dios hecho niño, la Ternura hecha carne. José es un maestro en la espera respecto a los planes de Dios y que estos se cumplan; y en la esperanza de que la mano de Dios está detrás de cada acontecimiento.
Dice San Juan Pablo II que «la fe de María se encuentra con la fe de José (…). José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios y que así sostiene a su esposa en la fe de la Anunciación divina; Dios lo puso el primero en el camino de la peregrinación en la fe de María… El camino personal de José, su peregrinación en la fe, se concluirá primero…; pero, el camino de la fe de José sigue la misma dirección» (Redemptoris custos, 4).
Tener las actitudes de José nos prepararían para vivir mejor este tiempo de adviento:
El adviento es el tiempo en el que la Iglesia redescubre el significado del silencio, de la sencillez, de la importancia sobre lo que es esencial, de la humildad, de la mansedumbre. El adviento es la espera del que ama a que llegue su amado, la Iglesia Esposa que aguarda a Cristo su Esposo. El adviento es la mirada del hombre a la pequeñez de Dios en espera de que un día podamos contemplarlo en su majestad o magnanimidad. El adviento es el camino en la noche para llegar a la Luz que ha venido al mundo para alumbrar nuestros corazones. El adviento es el camino a Belén de María y José portando al Niño esperado en el seno de la Virgen. El adviento es tener los ojos, las manos y el corazón de José para poder mirar, abrazar y amar al Señor que vino, viene y vendrá a nuestra vida.
[Imagen: Cathopic.com]
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