Homilía para la fiesta de la Sagrada Familia

La solemnidad de la Natividad del Señor tiene como su continuación en la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret que hoy celebramos. Dios se ha hecho carne en las entrañas de María siempre Virgen, y ha nacido en Belén para nuestra salvación.

Este año el lema de la jornada de la Sagrada Familia dice: “Familia y parroquia, respuesta a la soledad”. El Papa Juan Pablo II habló durante las audiencias de sus seis primeros años de Pontificado de lo que hoy conocemos como Teología del cuerpo.

Ciertamente la soledad se ha convertido en uno de los malos endémicos de nuestro tiempo. Mientras el mundo virtual avanza vertiginosamente y nos posibilita la comunicación a pesar de los miles de kilómetros que pueden existir, la comunicación real y humana, el diálogo interpersonal, es uno de los grandes retos para la vida conyugal y familiar. En el Reino Unido, a comienzos de este año, se establecía el “Ministerio de soledad”, para tratar el hecho de que más de 200 mil personas viviesen solas y apenas recibiesen visita alguna.

Pues bien, el Génesis, al hablarnos de la creación del hombre, pone en boca de Dios estas palabras: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2, 18). Juan Pablo II, reflexionando sobre la soledad originaria, esta soledad primera que encontramos al comienzo de la historia, la interpreta de doble modo. Por un lado, el hombre se ve de un modo diferente al resto de las criaturas creadas por Dios, los animales. Al ver su cuerpo, ve que éste le permite expresarse como persona, como un ser de una actividad puramente humana. Y ahí comprende que no hay otro ser como él. Es la soledad de la persona.

Por otro lado, se trata de la soledad del hombre en cuanto varón, que descubre luego con la mujer en aquella que es como él. Salta de gozo al descubrir a aquella que es diferente y a la vez igual en la humanidad: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2, 23).

Por ello, la liturgia en este día nos devuelve la mirada hacia la comunidad de personas más hermosa que Dios ha podido pensar: la familia. El libro del Eclesiástico narraba la relación del de los hijos hacia sus padres. Nuestros padres han colaborado en la obra de Dios, siendo co-creadores, al darnos la vida a nosotros. Por tanto, el cuatro mandamiento, el de la honra a nuestros padres, nace de una relación justa y de amor, de que nosotros, hijos, demos a nuestros padres todo nuestro amor, correspondiendo al suyo. Y así es la relación que establecemos con nuestros Padre Dios: una generosidad limitada por nuestra parte ante Aquel que nos ha dado tanto, de un modo eterno e infinito, hasta entregarnos a su Hijo por puro amor.

Y es que los padres son ese “nosotros” que es imagen del “nosotros divino” que es la Trinidad. Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, viven en una comunión de personas, y nos ha invitado desde la Creación del mundo a participar en esta comunión a través del matrimonio y la familia. Y en el centro de ellos, de esta comunión, tal y como dice San Pablo a los Colosenses, debe estar el amor, como vínculo de la unidad perfecta. Y, parafraseando a Santo Tomás, “el amor es difusivo”. Por tanto, del amor brota el enseñar a los hijos, el exhortarlos, el dar gracias, el ser generosos, el saber perdonar.

Y el modo más perfecto de este amor lo hemos visto en la entrega que Cristo ha hecho a su Iglesia. Esta es la alianza por excelencia. Cada matrimonio es un reflejo de la alianza de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. De ahí viene la recomendación final de Pablo en esa carta y que ha llegado a la cumbre de la teología del matrimonio en Ef 5, cuando se refiere a la Alianza Cristo-Iglesia como el gran misterio al que se asemejan los esposos.

Y una vez más, Dios ha querido darnos una gran lección. El Pedagogo divino ha querido también entrar en la historia con una familia. Las preocupaciones de José y María son las preocupaciones y agobios de cualquier padre. Ellos cuidan, enseñan y aman a su Hijo. Así se nos muestra como crece el amor en medio de luces y sombras.

El mejor modo de vencer la soledad es descubrir el gran regalo que Dios nos ha hecho al entregarnos a “otros” para nuestra vida. Esos otros que son: nuestro esposo, los hijos, tantos amigos, vecinos, hermanos de fe… En la familia y en la parroquia, que es familia de familias, descubrimos una vez más que somos amados y engendrados a la vida, a la fe, que somos apreciados, indistintamente de nuestras cualidades o defectos.

La Madre Teresa de Calcuta decía que la mayor enfermedad es la de no ser amados. Hoy os invito a que oremos por nuestras familias, por cuantos están a nuestro lado y cuantos no, por aquellos que hayan podido hacernos daño aun siendo de nuestra propia sangre y por los que se desviven por cuidarnos. Que la Sagrada Familia de Nazaret proteja, aliente y sea modelo para nuestros hogares, y acompañe a cuantos se sienten solos. Amén.

(Audiencias de Juan Pablo II: 10 de octubre de 1979 y 31 de octubre de 1979)

[Imagen: Cathopic.com]

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