«Trece razones» y Dios

[CONTIENE SPOILERS]
Vivimos en la época Netflix, donde ya no todos vemos las mismas series (tal y como sucedía con la tv), sino que el individualismo ha logrado conquistar también este punto de nuestro día a día.

«Trece razones» es una de esas series que intenta romper con algunos tabúes. Temas como el suicidio, las violaciones, las drogas y el uso indiscriminado de armas, se encuentran en el elenco de capítulos de dicha serie.
Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando veo que en uno de los capítulos se establece un diálogo con un sacerdote. El ministro, con su clerygman, sentado en el despacho del templo, frente a los padres de Hannah (la chica que se suicida). La situación es lógica, dado el caso: quieren celebrar un funeral por su hija y se han decantado por la Iglesia, después del rechazo en diversos sitios.

No me quiero detener a analizar todo el diálogo; simplemente, hay tres puntos de los que deseo hablar. En un primer momento, la madre de Hannah, Olivia, habla de su madre y de su consejo sobre tener fe, aceptar lo que sucediese; Olivia cree que una persona así es pasiva. Ciertamente, parece que aceptar lo que sucede es resignarse a esperar que los acontecimientos sobrevengan sin que nosotros podamos hacer nada. Un craso error. La fe nos lleva justamente a actuar, a buscar lo que Dios desea pero también a aportar nuestra parte. Por eso Dios nos ha hecho partícipes de la Creación, nos ha regalado la libertad para poder actuar, ha dejado que su creatura más excelsa pueda tomar incluso decisiones contrarias a su voluntad. Así, inscritos en una dinámica de amor, de amar y ser amados, nosotros somos protagonistas de esta no porque estamos inmóviles ante lo que sucede delante nuestra, sino porque participamos activamente de este movimiento del corazón que nos lleva a cuidar, proteger, dar fruto.

«¿Por qué una iglesia para el funeral de Hannah?», pregunta el sacerdote. El padre de la chica, Andy, argumenta que ellos proceden de familias creyentes, que poco a poco se han ido alejando, y que «quizá es algo Hannah debería haber tenido en su vida». Y justo, en ese instante es interrumpido por la madre: «Estábamos avergonzados; nos avergonzaba hacer un funeral (…) pero ahora, después de lo ocurrido, si Dios existe, quiero que vea que mi niña merece que la cuide». A lo que el sacerdote responde con un «lo verá».

Nosotros llamamos constantemente a Dios “Padre”. La oración vocal que Jesús nos ha enseñado ha sido el “padrenuestro”, una oración que comienza reconociéndonos hijos de un Dios que no permanece impasible ante su Creación, sino que la sostiene en una acción ordenadora (es decir, eso que tantas veces decimos de Providencia, nombre con el que denominamos la acción de Dios de sostener, conservar y alentar su Creación, permaneciendo operante y no como si se tratase de un mero espectador de un gran espectáculo llamado mundo). ¿Cómo no va a cuidar Dios a sus hijos? ¿Cómo no va a desear lo mejor para ellos? Pues ciertamente, nuestra fe nos descubre eso, como Dios nos cuida, como Él nos ha regalado la vida eterna para vivir eternamente felices. ¿Quién no desea eso? Y el Señor ha querido que, mientras peregrinásemos por este mundo, su lugar donde ser acogidos, cuidados, queridos, fuese la Iglesia. Esta casa donde todos somos bienvenidos, un hospital donde se nos recoge a todos y un hogar donde poder refugiarse y sentir que uno es querido por el mero hecho de ser hijo de Dios (a veces incluso sin serlo ya descubre uno esto; aunque es verdad, no siempre en la Iglesia lo reflejamos, por desgracia).

Y en último lugar la frase con la que, prácticamente, concluye el diálogo, y que está puesta en boca del sacerdote: «Quiero que les quede clara una cosa: yo no les voy a juzgar». Yo me grabaría esto en la frente cada vez que alguien se acerca a mí a contarme algo. Lo hacen con miedo. Parece que el sacerdote es un ser superior o que tiene la capacidad de situarse por encima de aquel que tiene delante para dictar una sentencia sobre sus actos. ¡No! Jamás. Eso Dios, que nos juzgará del amor, tal y como dijo San Juan de la Cruz. Nunca te sientas juzgado en la Iglesia porque eres un hermano, un hijo de Dios. Y mereces descubrir esto: eres amado así.

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