¿Por qué buscáis entre los muertos?

En el diálogo entre María Magdalena y los ángeles, en aquel sepulcro, al alba del tercer día, se lanza esta pregunta que es clave en su vida y en la de cada uno de nosotros. Antes de pronunciar la afirmación de que Jesús ha resucitado, le preguntan a ella cómo lo busca entre los muertos.

Es la afirmación de nuestra vida, del desierto por el que todos transitamos, y siempre de la Cuaresma. Nosotros no celebramos la muerte ni podemos buscar en ella las respuestas que buscamos. Porque en la muerte solo cabe el silencio.

Por eso la Cuaresma tiene siempre un movimiento hacia la muerte. Es un tiempo en el que descubrimos como mueren muchas de las cosas que sobran en nuestra vida, que brotan de los apegos, de la falta de libertad, de aquello que creemos necesitar pero que sobra. Esta es la imagen que me ha trasladado durante estos días el pueblo de Israel. Ellos, caminando en el desierto, viviendo de una promesa que no habían alcanzado, se lanzaban a una «muerte» en sus vidas.

«¿Nos ha sacado de Egipto para hacernos morir en el desierto?». ¿Dónde está ese Dios que nos ha prometido una tierra de la que no sabemos aún nada, a pesar de la liberación de la esclavitud y de que nos enfrentamos a nuestra vida acomodada para poder alcanzar algo mejor. Es la protesta de nuestra mirada a aquello que pretende colmar nuestros deseos, de hacer arder nuestro corazón, pero que solo es la cima de un iceberg, de manera que la superficialidad quiere dar respuesta a una libertad anhelante que se ve ahora truncada porque no hay respuesta inmediata a sus deseos.

Quizás este es uno de nuestros mayores conflictos, que hemos sido interceptados por una vivencia de la inmediatez que ya vemos en los israelitas de aquel momento. En el desierto, todo son promesas y anhelos, pero no se da nada más que arena y carestía. Pero Dios ya les había dado lo más inmediato y necesario: la libertad. Y muchas veces, porque estamos ya en el siguiente paso sin disfrutar el presente, nos volvemos hacia el Señor protestando porque no nos ha dado lo que nos hacía falta, cuando nos ha devuelto el mayor don de todos.

Liberado de la esclavitud, el corazón, sin apegos ni dependencias, sin raíces en ningún erial, puede ahora dar fruto y verse libre de todo aquello que le hacía soñar, pero no vivir en la realidad. El emotivismo y el estado de bienestar del que tanto se habla y tan poco existe, son dos de las muchas cuestiones en las que nuestro corazón se enraíza pero no crece nunca. En la búsqueda de una paz y un bien que se amoldan a nuestros deseos y no a los de Dios son los «puerros y ajos» que el pueblo de Israel anhelaban cuando en el desierto no podían ya comerlos. Pero, ¿a qué precio?

Esa pregunta a María Magdalena es la misma que hoy nos podemos hacer nosotros, en un mundo que vive de las frases motivadoras pero carentes de ser y realidad. Buscamos entre los muertos a quien Vive, buscamos aquello que no sacia nuestro corazón, sino que lo dulcifica un instante y nos hace gustar un «bien» y una «paz» que apenas se cuenta con la manilla de los minutos.

En la Cuaresma entramos en un desierto que nos va desposeyendo de todo lo que somos nosotros en una situación figurada, pero no real. Y solo vive engañado quien no quiere quitarse la venda, porque todos tenemos algo de esos israelitas, de esa falta de libertad que hace brotar nuestro ser más lleno y vivo, que contemplando al Resucitado puede descubrir aquello que le da Vida, y vida en abundancia.

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