Puede parecernos algo inaudito y desesperado pensar que en el Adviento respiremos sólo fatalidad. Más cuando en el mundo aun la pandemia sigue dando sus coletazos en olas continuas de contagios y muertes que parecen nunca acabar… Pero, ¿cuál es la fatalidad del Adviento?
De los cristianos jamás debemos esperar una sinrazón de cara a Dios, como si fuera que no le conocemos al punto de tenerle un miedo infernal… Sí, como si demonizáramos al mismo Dios; y pasa entre los fieles más puntillosos.
Volver el rostro a Dios es la característica principal del Adviento. El mirarlo sin miedo, el buscarlo con confianza, sin perdernos en cosas superficiales… La mirada contemplativa de nuestro ser cristiano debe buscar esta presencia que se revela en tantos rostros como acontecimientos. Cuando muchas de nuestras ciudades ya se engalanan de luces y de llamativos adornos, y la elaboración de Belenes tan bellos y clásicos como modernos rellena espacios y entusiasman nuestros corazones, debemos percibir que algo está cambiando. Sí, algo nuevo en nosotros y alrededor nuestro…
La fatalidad de las cosas, el destino final de un año que se acaba y la esperanza de que todo cambie, lo inevitable junto a lo que proyectamos como nuevo y distinto, da a este tiempo un aroma que nos despierta indudablemente. Nadie puede permanecer indiferente, ni los negacionistas ni tampoco quienes especulan maliciosamente con media humanidad enferma por la pandemia…
Pero el Adviento, aun cuando se vale del aroma de fatalidad de este tiempo actual, trae consigo un perfume inconfundible que se experimenta en el corazón de nuestra Liturgia, porque se condensa en la expresividad de la Palabra de Dios proclamada y se hace vida en la celebración del sacramento eucarístico. Por medio de la Liturgia del Adviento se da este contraste que nos ayuda a mirar hacia lo alto, hacia el Dios que viene, con la certeza de que sólo Él nos libera. Y desde este Fuente de vida y de gracia que es la Liturgia, somos capaces de percibir este distintivo perfume en la solidaridad fraterna que hace del otro no un desconocido, sino alguien a quien amar y abrazar como si fuera un entrañable amigo. Es el perfume del amor concreto, que se vale sólo de una Palabra que enmudece todo discurso materialmente filantrópico.
Nuestra sociedad respira hoy fatalidad y el Adviento felizmente coincide con este tiempo de tempestad. Y digo felizmente no con ironía ni pretendiendo mirar a otro lado como si fuera un espíritu puro e inmaculado que se desentiende de lo que estamos viviendo. Todo lo contrario… Por el Adviento, el aroma de la fatalidad, de aquello que es inevitable o hasta imprevisible, somos invitados a mirar esta realidad con los ojos de quienes a lo largo de este tiempo litúrgico nos servirán de modelo en los Evangelios dominicales para no decaer ni dejarnos intoxicar por aquel aroma banal… Los servidores con tareas que esperan ansiosos al Dueño de la casa, en el primer Domingo del Adviento que ya celebramos, están despiertos porque se oye una voz desértica pero tan viva que anuncia el advenimiento grande del Salvador, en el segundo Domingo. Esto se completa con el testimonio del mismo Juan el Bautista en el Domingo tercero, llamado de Gaudete, por ser una celebración alegre ante la venida del Señor que indica el Precursor. En este gozo inminente y tan expresivo, nos fundimos en la mirada de María, elegida y esclava, llena de Dios, de la alegría del Espíritu por ser Madre del Salvador… ¿Podemos aun percibir el aroma de la fatalidad? Si el Señor en su Palabra ya nos ha comunicado el perfume inconfundible de su Presencia.
El Adviento trae consigo una fatalidad frugal, quizás necesaria para que el contraste se evidencie aún más con la venida del Señor en el tiempo y en la historia, en el devenir de estos acontecimientos que percibimos ahora oscurecidos.
Escrito por el P. Augusto M. Salcedo
[Imagen: Cathopic.com]
|
Opina sobre esta entrada: