La Sangre rociada en nuestros corazones

Homilía escrita por mí para la Misa vespertina de la Cena del Señor, en el año del Señor 2020

«¡La sangre será vuestra señal en las casas que habitéis!» (Ex 12, 13). Es la premura de la liberación y de la Pascua del Señor. Un pueblo lleno de miedo pero fiado en su Dios. Una cena que congrega en la fe, pero que no llena el corazón. Un camino esperado a la libertad de la mano de una promesa: su Pascua, nuestra pascua.

Aquella noche comenzó la hermosa tradición de celebrar el paso del Señor en medio del pueblo. Fue el anuncio de una noche más clara en el amor pero más oscura por el dolor que acontecería siglos después, pero con el mismo trasfondo: la Pascua. Esta ya no era la noche en que se hería a los primogénitos, sino en la que el Primogénito sería entregado. Y si la sangre de aquellos corderos o cabritos salvo al pueblo de Israel, la sangre de Cristo ha salvado a todos los hombres que hayan rociado su vida con dicha sangre.

Presurosos por la partida, estando de pie, el pueblo de Israel soñaba con la hora de la liberación, con los planes que nunca habían visto la luz en Egipto. El deseo dejaba paso a la alegría. La noche se había convertido en un signo de esperanza. Y libertad soñada entre duros trabajos, sería cumplida por la providente presencia de Dios. Una vez más acude a socorrer a su pueblo.

Y ahora Jesús, Dios que se encarna, vuelve a salvar al pueblo errante, que vaga sin sentido por aquellas calles de Jerusalén. La tradición pascual se convierte en una de tantas fiestas de los corazones dormidos en la fe. Si un día fue un gesto de amor, hoy era ya —para muchos—un rito carente de conexión con los presentes, distante en el tiempo, incapaz de mostrar la belleza de la libertad añorada. Pero no fue por causa de Dios, sino del corazón del hombre. Y la pascua de Dios se plenificó en la eterna alianza.

Servir. Aquel amor vino a servir a quienes amaba. Y su ardiente deseo fue el de mostrarles cuál es la verdadera libertad: la de quien ama. Porque el que ama se siente libre ante las cosas más pequeñas; es preferido por su ser, no por su tener. La libertad de Jesús no nace de un corazón humano, provisto muchas veces de seguridades y certezas que no permiten descubrir la verdadera preferencia de Dios. «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 13, 6). Pedro está sentado a la mesa, como los demás, pero sigue sintiendo que su pertenencia a Jesús debe recorrer otros pasos, llenos de inmediatez, de seguridad, de certezas humanas. Y la mirada de Jesús vuelve a posarse en aquel pescador de Galilea. “Pedro, me perteneces. Y nadie va a amarte como yo”. Es la humildad manifestada desde su encarnación, que viene a servir a los hombres. Pero será su amor extremo el que lo lleve a quedarse con ellos.

Tu carne; un pan. Su sangre; el vino. Aquella cena se convirtió en el gesto más grande de amor. Todo lo que sucedió inmediatamente después se había anunciado previamente. Su pasión aconteció en aquella mesa, con sus amigos y su traidor. Y su amor fue, una vez más, hasta el extremo; no solo para ese instante, sino para siempre.

Memorial que traspasa el tiempo, que llega a la eternidad. Así, la Eucaristía, una vez para siempre, celebrada cada día, nos devuelve a aquella hora en la Cristo selló su amor por cada uno de nosotros al derramar su sangre y entregar su carne. Vivimos de la memoria de aquella noche pascual. Porque pasó el Señor por nuestra vida, marcada con su sangre, sellada con su amor, vivida desde la entrega y servicial desde la humildad.

Y tantos que hoy repiten ese gesto de amor, a los que ha llamado amigos, han visto en esta noche alumbrada su vocación y su ministerio. Aquella fue de una cena de predilección, donde la intimidad hizo a uno recostarse en el pecho de su Señor y a otros desgarrarlo con su traición. Aquellos once comenzaron la ininterrumpida tradición de hacer viva la nueva alianza de Jesús.

«Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 15). Amén.

[Imagen propia]

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