Partirse y repartirse

Con el alba comienza un nuevo día lleno siempre de sorpresas. De todo tipo, claro está. Y así también ha sucedido este fin de semana, porque no iba a ser una excepción. Manolo se retira, después de cincuenta y cinco años, de sus parroquias en Castroverde. Toda una vida marcada por la entrega y el servicio a los demás.

Siempre me ha parecido admirable una vida dedicada a los otros. No es fácil, ni siquiera a veces es visible. Y otras veces tampoco se le agradece el esfuerzo. Pero «gastarse y desgastarse» por el Evangelio tiene la recompensa del ciento por uno. ¡Y Dios es buen pagador! Porque el sacerdote, desde aquel día de su ordenación en que se postró por tierra, eligió el «Sí» a Dios, la vida entregada, partida y repartida, como la Eucaristía, para aquellos que le son encomendados. Ya lo dice San Juan Mª Vianney, el cura de Ars: «Me postré consciente de mi nada, y me levanté sacerdote para siempre».

El sacerdote ha sido llamado a ser las manos, la voz y los oídos de Dios entre tantos que lo buscan o lo niegan. La vida de Manolo es un claro ejemplo de la vida de tantos sacerdotes, con ideas muy distintas, de camino diversos o en lugares muy diferentes, que manifiestan al mundo el amor de Aquel que ha querido salvar al hombre del pecado. Entregados de pies a cabeza en su ministerio sacerdotal. ¡Se merecen el mayor de los aplausos! Han sabido vivir aquella máxima de Jesús: «el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 39).

Pero la vida del sacerdote no es solo servir y actuar; también es rezar. Entre las promesas de la ordenación sacerdotal se halla una en la que el Obispo pregunta al candidato si está dispuesto a invocar a Dios junto con él en favor del pueblo, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer. Es la manera de comprender que aquellas personas que viven en las parroquias que te son confiadas no son tuyas y que tú las llevas a su verdadero Dueño, al Dios que las amaba desde toda la eternidad. Y adquieres el compromiso de poner rostros y nombres concretos a tu oración, pidiendo por las intenciones que cada uno de los feligreses lleva en su corazón.

Y en el sacerdocio también nos vamos pasando el testigo, como si de una carrera de relevos se tratase. A Castroverde, Vilabade, Vilalle, Cobelas, Pena, Camiño, Montecubeiro, Serés, Rebordaos y Bolaño, después de cincuenta y cinco años, llego yo. Pobre entre los pobres. Voy a servir y a orar. Siempre tengo mil proyectos en la mente, muchos deseos e ilusiones… Pero también uno descubre con el tiempo la importancia de observar, de escuchar, de acompañar, de vivir en silencio. Toda la herencia que yo recibo es mucha, con un gran recorrido. Y mí  mayor pretensión es la de hablar de Jesús, mi mayor tesoro. Porque soy sacerdote gracias a que un día descubrí cómo me amaba Él con esta preferencia y llamada para servir a los demás. ¡Soy sacerdote para escuchar, acoger, acompañar y orar a quienes Dios, a través del Obispo, me ha confiado!

Todos, sean o no cristianos, con una vida de fe mayor o menor, siempre tendrán toda mi atención. Por referir dos breves anécdotas de mi vida con respecto a esto. La primera fue mientras estudiaba en Madrid. Una joven quería confesarse en la parroquia y poder charlar con un sacerdote. Y coincidimos en la pórtico de la iglesia. “Padre, necesito hablar con alguno de ustedes, pero no quiero molestarlo porque quizás usted también está muy ocupado”. Y yo le dije lo mismo que llevo repitiendo desde que soy diácono y que ahora diré también en estas parroquias: “lo más importante en este momento para mí es escucharte a ti y poder ayudarte; todo lo demás que tengo que hacer no se va a mover del sitio y puede esperar”. A esta se añade otra anécdota que me sucedió esta Navidad. Llegué al cementerio de una parroquia de nuestra diócesis de Lugo y esperaba a que llegase la comitiva funeraria para dar entierro al difunto. Mientras observé que un señor paseaba por la parte de fuera del cementerio. Nos saludamos y él comenzó una conversación, manifestando su sorpresa porque sigan existiendo jóvenes dispuestos a ser sacerdotes y prosiguiendo con el motivo de su paseo en aquella zona: “yo soy cristiano pero no de vuestra confesión católica y como creo que en la vida después de la muerte, vengo a orar por los difuntos”. Proseguimos con un agradable diálogo y la promesa de un café que posibilitase una conversación más distendida. Pero me marche con la promesa de que íbamos a orar el uno por el otro.

Ahora mi llegada será similar a la salida de Manolo. Él se quiso ir sin hacer ruido. Yo he querido llegar sin molestar mucho. Como si de fondo se oyese aquella invitación que hicieron los discípulos de Emaús a Jesús: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24, 29). Y sucedió lo más importante de sus vidas: Jesús celebró la Eucaristía. Yo he sido siempre un amante de este excelso sacramento donde se realiza el memorial de Cristo, donde Jesús, por amor a ti y a mí ha querido quedarse en un trozo de pan y un poco de vino con unas gotas de agua. Es un verdadero misterio, que Dios, tan grande, se haya querido hacer tan pequeño y frágil. Pero, a la vez, es tan precioso que Alguien haya decidido quedarse a tu lado. ¡Eso es amor! ¡Ese es Jesús!

¡Gracias, Señor, por la vida entregada y repartida de Manolo! Que ahora pueda celebrar su jubilación como se lo merece (mientras le preparamos un homenaje a la altura de lo que él ha significado para estas comunidades). ¡Enséñame a partirme y repartirme para mis hermanos, y mostrarle al mundo qué felices pueden ser contigo! ¡Gracias, Señor, por estas 10 parroquias que me regalas, y que prometo mimar de la mejor manera posible! Gracias doy también a mi Obispo, don Alfonso, que con tanto cariño me ha cuidado en estos años, haciéndome sentir su paternidad sobre mi ministerio. Muchas gracias también a mi familia, que son mi mejor regalo en este mundo y que me apoyan siempre en todo. Y, por último, gracias a mis amigos, que caminan a mi lado, especialmente a los sacerdotes con los que comparto un vínculo sagrado y que me acogen como hermano.

A mis feligreses, desde ya el 1 de marzo, me tienen aquí para ellos y también les agradezco que me acojan. Como elegí mi lema para mi vida sacerdotal, así viviré: “Él tiene que crecer y yo debo menguar” (Jn 3, 30).

[Imagen: Puerta de la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona. La fotografía la hice hace unos años. Jesús destaca sobre todas las otras palabras. Esa es mi pretensión para esta misión que se me ha confiado]

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