Homilía escrita por mí para el Domingo de Ramos, del año del Señor 2019.
¡Alabado sea Jesucristo!
Comienza hoy la Semana del amor, de la entrega del Dios que se hizo hombre por amor a nosotros. Ciertamente, celebramos lo mismo todos los años. Pero volvemos a poner ante nuestros ojos la Salvación que Dios ha obrado por nosotros. No se trata de un mero recuerdo, de algo acontecido en el pasado, sino de un acontecimiento que ha trascendido toda la historia. Por ello la invitación a re-descubrir este Misterio de salvación que es el mismo de siempre, pero que nos habla de un modo nuevo en cada ocasión.
La liturgia para este Domingo de Ramos comprende dos momentos significativos: la procesión con Ramos y la proclamación de la Pasión[1].
La procesión de Ramos es un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de San Lucas, la narración del inicio del cortejo nos recuerda la coronación de Salomón, heredero del Rey David (cf. 1 Re 1, 33-35). Así, la procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y la justicia[2].
Con el mismo gesto de aquellos hombres y mujeres que recibían a Jesús al grito de «Hossana», como de un Rey, realizaremos así la procesión con los ramos o palmas.
De la Pasión según san Lucas quisiera destacar dos gestos. En el primero de ellos contemplamos las negaciones de San Pedro (Lc 22, 54-71). Este pescador, que había seguido a Jesús durante tres años y al que le había cambiado la vida por completo, ahora dice no conocerlo. El texto nos indica que después de cantar el gallo, «el Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro». Jesús, que había hablado de la necesidad de perdonar hasta setenta veces siete, no se gira ahora para juzgar a su discípulo, sino que esa mirada nos muestra su verdadera misericordia: “a pesar de tu traición al negarme, yo te quiero con mayor amor y perdono tu traición”.
El momento de la Cruz es el segundo instante en el que debemos detenernos. La Cruz es el trono de Cristo, Rey. Así lo dice el letrero que cuelga del madero, ese INRI que nos recuerda que su trono ha sido de amor por nosotros, porque «al ser igual a Dios (…) se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 7-8), como nos recuerda el Apóstol Pablo.
Y aquel trono, junto con la Resurrección, nos abre el camino hacia el Cielo, tal y como le prometió al buen ladrón en la Cruz: «hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Como dice San Ambrosio, comentando este pasaje: «la vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Él allí está su Reino»[3].
Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón para que Él, el Dios vivo, pueda llevar en su Hijo a nuestro tiempo y cambiar nuestra vida. Amén.
—————————————————–
[1] Carta Preparación y celebración de las fiestas pascuales, 28.
[2] Pablo Cervera (ed.), El año litúrgico predicado por Benedicto XVI. Ciclo C, BAC, Madrid, 2015, p. 151.
[3] San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad. loc.
[Imagen: as.com]
|
Opina sobre esta entrada: