¡Qué bella es mi familia, la Iglesia!

Ahora que nos acercamos a la celebración de Navidad y las familias se vuelven a reunir por tan gran motivo -la Encarnación de nuestro Salvador- yo quisiera hablar un poco de nuestra otra familia: la Iglesia. En varias ocasiones el documento del Concilio Vaticano II que trata sobre la Iglesia, Lumen Gentium, se refiere a la Iglesia como una familia, un término que le viene «como anillo al dedo».

«En todas las casas se cuecen habas». Y es verdad. Por desgracia, también en la Iglesia sucede. Pero es lógico ya que «la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG 8). Pero el tentador siempre tiene un objetivo inicial: dividir. Al final eso es el pecado, una falta de amor y que aparta de Él nuestros corazones (cf. CCE 1850). Y en esta familia no iba a ser distinto. El pecado entra para romperlo todo, nos endurece el corazón y nos nubla la mirada que tenemos sobre Dios y los demás. Entonces viene el enfrentamiento, los enfados, las críticas, las amarguras y las discusiones.

Por eso nosotros estamos llamados a cuidar de nuestra familia en una doble dirección: en primer lugar cuidando de nuestra relación con Dios. Sucede últimamente mucho, pero es horrible que un padre y un hijo no se entiendan, que no se hablen y que no se quieran. Y todas las consecuencias que trae… Pues nuestra amistad con el Creador es lo que denominamos santidad. Y ésta «es el rostro más bello de la Iglesia» (Gaudete et exsultate, 9). Nuestra santidad debe mostrar la felicidad que Él nos otorga, a la que nos llama y que cada día debemos tratar de alcanzar hasta llegar a la bienaventuranza eterna en el Cielo.

Un segundo momento lo ocupa nuestra relación con los demás y con uno mismo. Siempre digo que se nos olvido esta parte en la que resumimos los mandamientos en dos «y al prójimo como a uno mismo«. Buscamos siempre que los demás estén bien, amarlos, entregarnos a ellos, pero nos olvidamos de cuidar de nosotros. ¿Cómo vas a amar al que tienes al lado si tú no te amas como Dios lo hace contigo? Efectivamente, parafraseando a Santo Tomás, «el amor es difusivo»; es decir, si te llenas del amor de Dios, Él te mueve a amarte y a amar a los demás de un modo nuevo y único.

Si yo tuviese que decir cómo concretar nuestro amor a la Iglesia, se me ocurren cuatro. Ya veréis que antigua es esta recomendación: «perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Llevamos casi dos mil años procurando el formarnos en la doctrina, el vivir unidos en la fe y al servicio de los demás hermanos, cuidando la vida sacramental -y especialmente la Eucaristía-, y manteniendo viva nuestra relación con Dios a través de la oración. Hacer concreto y real cada uno de estos cuatro aspectos o dimensiones son los que hace posible que seamos Iglesia.

Una familia, que tenemos una meta común: el Cielo, pero que a veces el tentador se mete por el medio y nos la lía bien. Y nos hace sufrir con tantas cosas… Pero que a la vez nos purifican y nos devuelven la mirada a lo más importante para nuestras vidas, para nosotros: Dios. Él y solo Él. Y, junto con Él, nuestros hermanos, que también son un don para nosotros.

Yo me siento satisfecho de esta familia. Nos queda mucho que mejorar. Pero es una gozada poder ser hijo de Dios y vivir esta felicidad que nunca conoce ocaso. Pero ser también hijo de nuestra Madre la Iglesia. Y en este tiempo de Adviento volvemos a redescubrirlo. Ante nosotros se abre, una vez más, la llamada a vivir nuestro amor hacia los otros miembros del Cuerpo y a la Cabeza del mismo.

Singular es, sin duda, uno de los aspectos más hermosos de la Iglesia: su espontaneidad. Uno, vaya al lugar que vaya, allí donde hay un cristiano se encuentra a un hermano. En tantas ocasiones experimentamos esta espontaneidad que nace de un sentir común, de una misma fe, de una misma mirada. He vivido esto en múltiples ocasiones, gracias a Dios. Sobre todo en los grandes encuentros de jóvenes, en los que alguien te abre las puertas de su casa, te acoge y te cuida como si fueses uno más de la familia.

Y estos días lo he vuelto a vivir. Ángel (su blog), Rosi y sus maravilloso hijos me han abierto la puerta de su casa. Algo tan sencillo como el camino de Santiago (bueno, y el facebook) ha hecho que conociese a sus hijos y futuro yerno. Y ahora he tenido ocasión de volver a encontrarme con unos y a conocer a otros. ¡Qué alegría poder decir que somos Iglesia! Así es Dios, el que mejor conoce nuestras vidas, que te ama, a pesar de tus debilidades, de tu pecado; pero que te invita a seguir creciendo, a mejorar, a crecer en santidad. Y la Iglesia refleja su Señor: te acoge con brazos de Madre, te cuida, te abraza y te lleva a Él. Así que gracias querida familia -una vez más- por acogerme. Gracias, Señor, por haberme regalado la Iglesia, a mi familia, a esta nueva familia…

No me digáis que no es hermoso poder compartir la fe. ¡Lo es! ¡Y mucho!

[Imagen: Cathopic.com]

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