La tempestad calmada

Ya estamos con los trabalenguas. Si es que ¡cómo nos gusta marear la perdiz! Me gustaría saber quien ha tenido la brillante idea de llamar a este pasaje tempestad calmada[1]. Porque es casi como decir “chocolate salado” o “para cenar tenemos pizza con pan”. Y ya se sabe: pan con pan, comida de… Bueno, que el nombre se las trae.

«Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”. Él les dice: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?”. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?”».

De las primeras figuras de la Iglesia que encontramos en la Biblia está el arca (Gen 7, 1). Tertuliano[2] habla de ella en el siglo III diciendo: «lo que no estuvo en el arca que no esté en la Iglesia»[3], manifestando así que la pertenencia eclesial es un verdadero don que hay que saber custodiar.Pero es un pasaje que encuentra su similitud en los perfumes pequeños: poco pero excelente. Quizás no habrá mucho texto, pero aquí hay mucha enjundia. Vamos a leerlo.

La Iglesia es esta barca en la que somos invitados a transitar. Hugo Rahner explica el modo en que se ha utilizado como símbolo de una comunidad. La Iglesia es la familia constituida en torno a Jesús que tiene como inicio el bautismo y como fin la santidad. Así que, en aquella barca, podíamos ir cualquiera de nosotros.

Es bonito comprobar que Jesús va delante. ¡Cómo siempre! Él nos precede. La liturgia de la vigilia pascual nos lo recuerda con ese signo que puede pasar desapercibido pero esconde este gran significado. Si la columna de fuego guió al pueblo de Israel en la noche, el cirio pascual ilumina ahora al pueblo mientras camina en la oscuridad. Jesús es la Luz del mundo.

La imagen de la Iglesia como barca muestra el aspecto más sustancial de nuestra vida cristiana: que nos movemos. Una barca puede estar a la deriva un rato, pero no eternamente. Y hay un timón. Así puede uno dirigir la barca, teniendo siempre como referente el norte.

Recuerdo de pequeño, en Argentina, que existían rincones de la ciudad con pequeños laguitos para barcos. Tú podías ser capitán «por un rato», desde la distancia, de cualquier embarcación teledirigida que allí se encontrase. Una experiencia preciosa cuando eres un niño, pero que le falta un punto necesario: ir dentro del barco. Porque no es lo mismo, dirigirlo desde fuera que estar allí dentro. Por tanto, nuestra vida es similar: no es lo mismo ver la Iglesia desde lejos que navegar en ella.

Pero volvamos al pasaje del Evangelio. Jesús se sube a la barca y sus discípulos lo siguen (Mt 8, 23). «La expresión “seguimiento de Cristo” es una descripción de toda la existencia cristiana en general (…). Consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo el seguimiento era algo exterior y al mismo tiempo muy interior»[4].

Seguir a Cristo implica uno de los aspectos fundamentales de la vida cristiana: confiar. Es quizás uno de los mayores retos del hombre. Nosotros, que constantemente decidimos asegurar hasta el último de los flecos de nuestra vida, vivimos con la dificultad de no poder llegar muchas veces a comprender lo que es confiar en alguien. Fiarse es poner el corazón en manos de la persona que va delante, como quien transcurre de la mano de la persona que le precede en un túnel a oscuras. Esta es la confianza en una dimensión más bien humana, pero que refleja cómo vivir la confianza en Dios.

Ahora que están de moda los scape room o los túneles del terror, muchas veces tenemos que confiar en alguien que no tiene miedo o que va delante para dejarnos cuidar o proteger ante lo que puede venir. Dios previene nuestra vida con su venida, cuidando de sus hijos con su Presencia real y verdadera, y así nos hallamos «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130, 2). La confianza en Dios implica que uno va por caminos que no conoce; eso de «mis caminos no son vuestros caminos» (Is 55, 9). Pero a pesar de nuestro temor, de nuestra incertidumbre ante lo que pueda suceder o aquello que sucede, nosotros vamos de la mano de Dios. Él protege a sus hijos como la gallina cuida sus polluelos debajo de sus alas (cf. Lc 13, 34).

Pues los discípulos (¡cómo nosotros muchas veces!) ven la tempestad que comienza y que el Señor se queda dormido en la barca mientras parece que todo se va a pique (v. 24). Arrecian los miedos a nuestra vida. No es la aracnofobia, la xantofobia[5], la ombrofobia[6] o la nomofobia[7]. Se trata del miedo a que nada esté garantizado en el futuro; a que no sepa uno dónde vivir, qué comer… Miedo a sentirse solo, a vivir con esa preocupación que nos ronda al corazón, a que los problemas no encuentren solución; miedo a la muerte… Solemos hablar bastante poco de los miedos que padecemos, pero los vivimos con mucha angustia y dificultad. Y a veces nos falta el flotador para no ahogarnos en un pequeño vaso de agua.

“Cuéntale tus problemas a Dios para que se ría”, me dijeron a mí en más de una ocasión. Y es que las cosas que a veces nos preocupan son realmente cosas sin importancia y que se refieren solo a lo que deviene en nuestra vida de manera cotidiana. Pero también existen preocupaciones graves y en las cuales nos sentimos impotentes para poder hacer nada. En las primeras, muchas veces, al verbalizarlas con Dios o con cualquier persona descubrimos la insignificancia de las mismas y de cómo los miedos no llegan a la suela del zapato de las verdaderas dificultades. Pero las segundas ya son palabras mayores porque realmente es cuando uno descubre su contingencia, su ser nada, un hombre o mujer, creatura humana, que no puede solucionar todo lo que se presente ante nosotros.

Recuerdo un día que salía tarde del banco y me abrieron las puertas, pero solo una de ellas. De modo que me quedé encerrado en el espacio que comprendía dos puertas automáticas de cristal. Me sentía como en una pecera sin agua. Y para colmo todo el mundo que me veía en la calle se queda sorprendido de verme allí. Quizás se imaginasen que en el banco había un maniquí… Pero aquellos diez minutos se me hicieron eternos porque nadie parecía oírme ni verme y no podía salir de allí. Los miedos hacen que nos quedemos encerrados en ese espacio, que parece que vivimos aislados allí, pero que en realidad no es así; siempre hay alguien pendiente de nosotros.

El miedo de los discípulos después de la muerte de Jesús no era el de cómo anunciar ahora el Evangelio o la de cómo realizar las distintas cosas que el Señor les había encomendado. Nada de eso. El problema estaba en que no tenían ni idea de qué hacer con su vida. Y, ¿qué provoca el miedo? Encerrarse, aislarse y buscar la seguridad en aquello que permanece. Que puede ser cualquier cosa, pero que normalmente no provoca en nosotros la felicidad.

El miedo nos paraliza. Y nos da igual si la ola mide uno o veinte metros de alto. Es una ola. Y no tenemos mucha escapatoria. A los discípulos se les hundía la barca. Sólo se preocuparon del miedo que tenían, de salvar sus vidas olvidándose de que la solución ya estaba allí. ¿De qué puede tener miedo un hijo que sabe que su padre lo está protegiendo? ¿De qué podían tener miedo los discípulos si Jesús estaba con ellos?

La tempestad de nuestro corazón se origina por nuestros miedos, que tienen tres características que más o menos hemos ido describiendo: la parálisis de la persona y su incapacidad para afrontar la realidad que le sobreviene; el aislamiento de los demás y la idea de que ni Dios puede ayudarnos; y la desconfianza que se genera en nuestro interior hacia todo. Y entonces parece que ya no existe posibilidad alguna de que el barco pueda ser guiado a través de las tinieblas.

Una promesa. Eso es lo que mantiene nuestra esperanza. «Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 19). «El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama»[8].  Los miedos se combaten a base de confianza y esperanza. Que decir “quédate tranquilo” ya sabemos que no sirve de nada; pero al menos es un modo de hacer ver que “aquí estoy para lo que necesites”.

Y el mismo temor que les entró a los Apóstoles en la multiplicación de los panes y los peces con aquel «dadle vosotros comer» (Lc 9, 13), ahora se vuelve a presentar cuando al despertar a Jesús escuchan el reproche: «¿De qué tenéis miedo, hombre de poca fe?» (v. 26).

Pero Jesús está allí. Y su autoridad es mayor que la de nadie. Él vence a las tinieblas, Él vence nuestros miedos. Esa es la mayor confianza del cristiano: Cristo ya ha vencido. Y si Él lo ha hecho, ningún miedo puede detenernos. Aunque la barca se zarandee, aunque todo parezca oscuro, sin entender los planes de Dios; Él está allí, en la barca, en la Iglesia. Él lleva el timón de la misma. «Y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18).

Nadie te dice que no vas a tener miedo. Jesús viene a regalarte la salvación. A veces parece que Él está dormido; pero está. Y aunque el miedo no te lo quite, Él te otorga el modo de vencerlo. Él te pide que confíes en su Providencia cuando todo te parezca oscuro, cuando todo te provoque lo contrario.

Por eso dice al final del texto que ellos estaban asombrados de su poder, de su Persona. ¿Quién era Él? Parecían no conocerlo. Sin embargo, el Hijo de Dios no ha dejado nunca de caminar con ellos, de tenderles la mano. Y si lo hizo con los Doce, lo hace también con nosotros, contigo y conmigo. Esta es una de las mayores certeza del cristianismo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

«Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida.» Spe salvi 31

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[1] Vamos a seguir el texto de Mt 8, 23-27, pero sus paralelos son Lc 8, 22-25 y Mc 4, 35-41.

[2] Es un Padre de la Iglesia. Uno de los primeros en hacer una reflexión teológica en torno a nuestra fe. No es santo porque cayó en herejía, pero ha aportado muchas intuiciones a la fe de la Iglesia y ha sido un autor prolífico.

[3] Tertuliano, De idolatría 24, 4.

[4] Homilía del Papa Benedicto XVI el Domingo de Ramos del año 2007.

[5] Miedo al color amarillo.

[6] Miedo a la lluvia.

[7] Miedo a quedarse sin teléfono móvil.

[8] Audiencia general del Papa Benedicto XVI, 23 de mayo de 2012.

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