Se nos agolpan toda una serie de sentimientos en el corazón ante el «caos» en el que vivimos, que a veces no somos ni conscientes de que ya ha comenzado noviembre. ¿Dónde están el resto de meses? Parecería que se han esfumado del calendario. Pero mientras vivíamos encerrados en nuestras casas las horas más llenas de promesas y buenos deseos del mundo (íbamos a cambiar, decían), los días seguían transcurriendo con la misma celeridad de siempre.
Me ha impresionado hoy cuando me comentaban de un artículo de un periódico italiano que trataba de aquellos jóvenes del 68 que salían a la calle a reivindicar un cambio. Ya era inasubimble para aquellos mozos seguir aceptando un estilo de vida, un conjunto de normas que no podían definirlos ni atraparlos. Reivindicaban una «libertad». Y es curioso -¡qué vueltas da la vida!- que aquellos jóvenes que clamaban por salir y por no vivir atados a nada, sean ahora quienes forman parte del grupo de riesgo de nuestra sociedad. Bueno, es lógico, ya que los años pasan.
Hoy en clase mis alumnos se enzarzaron en un debate sobre la posibilidad de quién debería vivir si en un hospital cuando solo puede atender a uno de los dos casos: una persona joven o uno ya mayor. Es fácil adivinar por quién se decantaba todo el mundo. Pero su docente aún le dio otra vuelta a la pregunta: que la joven, sin saberlo previamente a la decisión, pudiese morir unos meses después y que el mayor fuese su abuelo (el de los alumnos, claro). Lo única conclusión que he sacado es que cuando hablé de la dignidad no les quedó tan claro el concepto.
Mucha gente ha muerto de coronavirus. Y la cifra no permanece estática, sino que, de día en día, vemos cómo continúan muriendo tantas personas con una historia y un rostro que va más allá de un mero número. Porque reducir la vida de las personas a cifras nos recuerda más a los terribles episodios del pasado donde tantos genocidas llegaron al poder. Ahí, las personas eran un cero a la izquierda. No podemos repetir el ninguneo que aquellos hicieron. Detrás de cada número en el registro de fallecidos hay una familia que llora a quien ya no está con ellos.
Mis alumnos han debatido sobre la muerte de una persona sin tener claro que todos y cada uno de los seres humanos de este planeta tienen una dignidad que debe ser siempre protegida. El coronavirus ha puesto sobre la mesa -de nuevo- el debate actual de sí se debe salvar o no a los mayores. Y en medio de la pandemia escuchábamos atónitos como avanzaba en la cámara parlamentaria los trámites para la ley de la eutanasia. Y sí, aquellos jóvenes del 68 son ahora ese grupo de riesgo que se encuentra en la difícil perspectiva de serles negada la ayuda para salvarse si los medios son limitados y hay que elegir. Que no tienen por que ser ellos, es obvio, al igual que se puede dar el caso de que no se tenga que volver a decidir.
Entonces pidieron libertad. Ahora podrían volver a quitársela. Hemos sentido morir nuestra sociedad ante una decisión que descarta gente, que compara vidas, que niega memorias e historias, que no habla el idioma de la dignidad. Y la veremos revivir cuando no se cuestione un don tan grande como el hecho de seguir arrancando hojas del calendario con la misma libertad durante toda la existencia de la persona. Porque aunque pasen los meses o los años, todos tenemos el mismo derecho a vivir.
¡Qué caos! Y nuestro corazón, mientras, pendiente del cambio constante de las normativas, sacudido por la incerteza, agobiado por la economía, a distancia de sus prójimos, ahogado a veces en su soledad… Si sobrevivimos a la pandemia, nos quedarán aún muchas asignaturas pendientes.
[Imagen: cathopic.com]
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