La celebración de la Jornada de la Vida del presente año viene marcada por los acontecimientos que vivimos. Es una ocasión propicia para dar gracias a Dios por el don de la vida, para alentar a quienes viven la enfermedad y quienes se sienten golpeados por la soledad o el sufrimiento, y para rogar por quienes van viviendo su último peregrinar por este mundo, para que puedan sentir la gracia de nuestro Señor.
Por eso, bajo el lema «Sembradores de esperanza», nuestros ojos hoy se ponen en Aquel que nos hace «creer contra toda esperanza» (Rom 4, 18) y que es el fundamento inquebrantable de la misma. Jesucristo, con su Resurrección, es la luz que brilla con más fuerza en la noche de Pascua, en cuyo Misterio se apoya nuestra fe (cf. 1 Cor 15, 17). La historia de la salvación ha sido traspasada por la victoria de Cristo sobre la muerte, que hace posible nuestro caminar hacia Dios.
Ser “sembradores de esperanza” es contemplar el don de la vida como un inmenso regalo de nuestro Creador. Cuando un/a niño/a es concebido, la maternidad y la paternidad se desarrollan en el corazón de los padres y nace en ellos una nueva vocación, una responsabilidad ante la vida que la mujer porta en su seno. El amor hace suscitar en ellos un vínculo con el hijo tan sagrado como la vida misma y que ya nunca podrá romperse, al igual que Dios ha hecho con nosotros a través del Bautismo: «mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!».
Ser “sembradores de esperanza” es caminar al lado de quienes nos rodean, como Jesús lo hizo con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13ss.). Reconocemos la dignidad de la otra persona cuando somos capaces de ver en ella la imagen de Dios. Porque quien ha sido llamado a la vida merece ser tratado con el mismo respeto, escucha y amor que el Señor hizo al tratar de comprender qué les sucedía a aquellos discípulos. Y siempre que nos entregamos a los demás nuestro corazón arde (cf. Lc 24, 32) sabiendo que el rostro de Cristo se hace presente también allí.
Ser “sembradores de esperanza” es portar la luz de Jesús Resucitado a la vida de tantas personas que se sienten agotadas, solas o tristes, abatidas por los sufrimientos, la enfermedad o la soledad en la que están inmersas. No es fácil descubrir la gracia en este instante. Pero somos invitados a contemplar a Cristo en el árbol de la cruz, que para nosotros cristianos es signo de salvación y fuerza de Dios (cf. 1 Cor 1, 18).
Y ser “sembradores de esperanza” es sostener la mano de quienes dan los últimos pasos en nuestro mundo dirigiéndose hacia la Morada eterna. «La promesa de la futura inmortalidad» (Prefacio I de difuntos) arroja esperanza en estos momentos difíciles, donde la fe en la Resurrección de Cristo se haya en tensión con la incerteza que provoca la muerte en el corazón del hombre. Pero, acaso, ¿va a dejarnos nuestro Padre a la deriva, cuando nunca nos ha soltado de la mano? La confianza de Marta, a pesar de la muerte de su hermano Lázaro, la fortaleció ante el dolor y la confortó en la pena porque no dejó de creer en la resurrección (cf. Jn 11, 27). Por eso, quien nos ha salvado por amor nos invita a acompañar a quienes viven las enfermedades más duras y los últimos instantes de su vida.
Esta es una ocasión propicia para orar por la vida que comienza en el seno de tantas madres, por la vida de quienes sufren alguna enfermedad de la índole que sea o viven sumidos en la soledad o marginación, y por la vida de quienes comienzan esta etapa final de sus vidas.
Que el Misterio de la Anunciación que hoy celebramos, que ha sido el modo por el que Nuestro Señor ha querido entrar en la historia del hombre, nos recuerde que su venida en la carne era portadora del signo de esperanza que se abriría paso con Él. Unirnos a Cristo supone acoger el don de la vida que se nos ha otorgado, y más concretamente de la vida eterna, que cada uno de nosotros ha recibido por el Bautismo.
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