Creado para la eternidad. Homilía en el funeral de mi abuelo

[Lecturas: Rom 8, 31b-35.37-39/Salmo 22/Mt 7, 21-27] El misterio de la muerte siempre ha interpelado al hombre. Ante nosotros se levanta una de las mayores preguntas de nuestra existencia, que siempre dejamos para otro momento, para algún instante de la vida que solo sucede cuando alguien de nuestro alrededor deja de estar con nosotros: «y ahora, ¿qué sucederá?».

Porque la muerte es como la tormenta del Evangelio, un acontecimiento que hace tambalear nuestra vida, un viento que sopla con una fuerza inusitada y un río que desborda nuestra capacidad. Es el momento en el que descubrimos, una vez más, lo frágiles que somos y lo poco o nada que controlamos aquello que nos sucede.

Y entonces aparece también aquello que ha estado presente a lo largo de nuestra historia y que la ha ido cimentado de una forma sólida. Como aquel que construyó su casa sobre roca. Es la certeza de la fe. Es el don que Dios nos ha hecho, recibido en nuestro bautismo, bajo la luz de la Resurrección y que hemos abrazado como una seguridad, ya no humana, sino totalmente divina.

Podríamos pensar que la fe no se ve afectada por la muerte; al contrario, a pesar de que nos afecta, de que nuestro corazón llora una ausencia, se hace evidente una presencia: la de Jesús Resucitado, garantía de que se cumple su promesa de vida eterna y compañía en las cañadas oscuras. La fe es la mano tendida de Jesús a cada uno de nosotros para atravesar este umbral de dolor y la esperanza que nos empuja a vivir cada instante de nuestra vida anhelando un reencuentro en el Cielo.

Pero hay otras dos rocas, además de la fe, de las que el Evangelio también nos habla. Nuestra familia es siempre una roca segura. Por eso, cuando muere alguien que ha caminado a nuestro lado, que era evidente su presencia cada día entre nosotros, la roca se fractura, pero el resto permanece unido. Para mi abuelo, su familia lo era todo, una roca que hacía crecer a cada uno de nosotros y a todos juntos a la vez. Gerardo y cada uno de nosotros hemos sido llamados a no separarnos nunca del amor de Cristo. Un amor que se hace real y concreto también a través de la familia, y que por medio del otro podemos amar a Dios. Y nada, absolutamente nada, ni la muerte, podrá separarnos de este amor. Un amor humano, la familia, que refleja ese amor divino que viene de Dios y a Dios vuelve.

Y así aparece esa otra roca que es la Iglesia. Esa otra familia, la de los hijos de Dios, que caminamos tras el cirio pascual en la noche de Pascua, siguiendo a la luz y estallando de alegría en el canto del gloria. Una Pascua en la tierra que se hace eterna en el Cielo, nuestra meta. El Paso de Jesús, que es lo que significa la palabra “Pascua” desde que Él ha roto las cadenas de la muerte, ha sido un paso salvador, que nos ha posibilitado entrar en el Cielo y vivir el banquete eterno que aquí empezamos a gustar en la Eucaristía. Si levanto la mirada, aún puedo imaginarme a mi abuelo aquí, como cada domingo en Misa. ¡Qué luego en casa nos comentaba la homilía! Para que luego digan que la gente no se entera de lo que el cura dice.

Aunque es un día lleno de dolor y tristeza, también os aseguro que para mi familia y para mí es un día de alegría y esperanza. Es una paradoja, pero ¡así es la vida cristiana! Mientras que lloramos la ausencia de mi abuelo, acudimos al altar para unirnos con Jesús a la Iglesia celeste y pedimos para Gerardo el Cielo. ¡Es lo mejor! Y hoy doy gracias a Jesús con todos vosotros, especialmente contigo, abuela, por la vida de nuestro abuelo, un hombre del que me siento tremendamente orgulloso y que ha cautivado por entero mi corazón. Ya lo decía ayer mi abuela: “¡No podríamos haber tenido un esposo, padre, abuelo y amigo mejor que él!”.

San Pablo VI dejó escrito en su testamento espiritual estas palabras que hoy quisiera compartir con vosotros y que deseo para mi abuelo: «ante la muerte (…) siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida».

Abuelo, vive ahora la eternidad para la que fuiste creado. Aunque te echaremos de menos, que el Cielo sea desde hoy tu casa. Amén.

[Imagen: Cathopic.com]

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