Cuando uno es niño, en el lugar donde siente una mayor protección y amor suele ser en los brazos de sus padres. Ese es nuestro refugio por excelencia. Y con el paso de los años esto no desaparece; pero, muchas veces, somos nosotros el refugio de otros o los amigos se vuelven también ese refugio. Es el suceder natural de la vida y de la familia. Nosotros solo queremos un hogar, un lugar donde poder descansar, llorar o reír, donde poder sentirnos a salvo de las situaciones de peligro o donde recibir el cariño de quienes nos quieren tal y como somos.
Muchas canciones del mundo pop hablan de esa realidad de hogar. Por ejemplo, Melendi en su canción «mi código postal» o Beatriz Luengo en su «te echo de menos«. Y sobresale una frase que a mí me gusta mucho: «donde Tú estés, está mi hogar».
Vayamos a Cafarnaún. El discurso del pan de vida se dice que lo escucharon unas diez mil personas. Allí Jesús habla del hecho de comerlo y beberlo para tener vida, habitar en Él, etc. Y entonces la gente empieza a marcharse. El Señor, que pudo haber cambiado de idea y rogarles que no se fuesen, se gira hacia los Doce y les pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Y Pedro responde por todos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Aquí, como en otras muchas ocasiones del Evangelio, se hace presente esta frase escrita de distinto modo: «donde Tú estés, está mi hogar».
Se trata de un vínculo, de una pertenencia. De la certeza de que el Señor va delante de nosotros, como el Buen Pastor (cf. Jn 10, 4). Si nos sentimos refugiados por los brazos de nuestros padres, ¡cuánto más al abrigo del Señor! Es hacer real su «venid a Mí» (Mt 11, 28). Y se hace concreto en la Iglesia, en cada parroquia. Allí está Él: en el sacerdote, en la Palabra de Dios, en los hermanos y, de un modo excelso -como decía Pablo VI-, en la Eucaristía.
Siéntete acogido siempre en la Iglesia. A veces no es fácil descubrir esto porque nuestro pecado ensombrece esta acción, pero es tu casa, es tu hogar. Y aquí eres un hermano querido, al que Dios esperaba con un amor inefable. Un domingo, predicando, decía esto a la gente: «yo no puedo estar en la puerta recibiéndoos porque estoy confesado ni salir a despediros porque tengo que quitarme los ornamentos y atender algunos asuntos; pero sentid, cada uno de vosotros, como si éste sacerdote, al que llamáis padre, os recibe con un abrazo, una sonrisa y os da la bienvenida diciéndoos: «Esta es tu casa. ¡Adelante!» y vivir así nuestra vinculación familiar con la Iglesia».
Y busca tu refugio también en el Corazón de Cristo. Él ha dejado que tú y que yo entremos en su intimidad, en su Corazón, y descubramos allí un hogar, un sitio donde somos amados por ser tal y como somos. Que donde esté Él vivamos con la certeza de que ese es un hogar para nosotros.
[Imagen: Cathopic.com]
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