Siempre he sido un niño muy curioso, que me fijo en todo y no se me suele escapar ningún detalle, por ínfimo que sea. Por eso, tantas veces en la celebración de la Misa, mientras servía al altar, mi mirada se volvía hacia mis manos. Sí, mis manos. Y rezaba: “Señor, que mis manos un día puedan también tomar el pan y, por tus palabras, transformarlo en tu Cuerpo”. Y ahora ha llegado ese momento.
Uno de los gestos que se realiza en la ordenación es la unción de las manos, en la cual el obispo derrama el santo crisma, aceite perfumado que desprende el buen olor de Cristo. Todo esto es el sello concreto que hizo de mis manos, manos de Cristo, manos destinadas al pueblo, manos que tocarán al hombre y le entregarán los dones de la salvación. Esto es lo que Dios ha hecho conmigo: pensaba que era yo el que le veía pero en realidad es Él quien me encontró primero (Cf. Is 64,4).
Esto es una obra que no se queda en mí, por eso entendí que “Él me llamó por su gracia” (Gal 1,15) para llegar a todos aquellos con los que iré encontrándome por el camino, con los que me sentaré en la Mesa Eucarística, a los que agregaré a la familia de Dios… porque al final, no puede entenderse un sacerdote sin la Iglesia como tampoco se puede entender sin Cristo.
Ante la inmensidad del misterio sólo puedo quedarme “pequeño”, como quien se siente agradecido, no por un momento, sino con la vida misma. El hecho de ser sacerdote significa que mis acciones han de ser de Cristo, no predicarme a mí mismo, entonces “Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar” (Jn 3,30).
[Publicado en el periódico El Progreso]
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