No, no voy a hablar de la paciencia. Bueno, o tal vez sí. Pero lo haré desde un punto concreto: la oración. Orar es eso: esperar. Curioso, ¿verdad? Siempre que entramos en una iglesia, encendemos una vela y exclamamos con el corazón una petición, o nos ponemos de rodillas, lo hacemos para pedir. Algo que necesitamos, que buscamos, esperando el amparo del Altísimo en el deseo que portamos. Como si fuésemos al supermercado, pidiésemos 100 gramos del queso de oferta ese día y esperásemos a que el charcutero nos lo preparase y entregase…
El jesuita Piet van Breemen en su obra Como pan que se parte habla de esto mismo: la oración no es una búsqueda, puesto que la búsqueda sugiere impaciencia y tener que realizar una actividad (¡tengo que hacer algo!); y la oración es, sin embargo, espera (cf. pág. 38). Claro, orar significar no tener el control y eso es algo que a nosotros, seres humanos y tecnológicos, nos cuesta infinito. ¡Necesitamos controlar hasta a Dios! Quiero que estés aquí, que me digas qué hacer, que me des lo que te pido… Pues va a ser que no. Y eso es lo primero que hay que saber.
En una relación nosotros controlamos nuestra parte, sabemos lo que queremos, lo que buscamos, lo que hay en nosotros, pero no podemos controlar nunca la otra parte. Simplemente estamos, esperamos, ofrecemos. Cuando algo no está bien, tratamos de cambiarlo, cuando podemos aportar alguna cosa la ponemos a disposición del otro… Y así deberíamos hacer también con Dios. Es una forma diversa de acercarse a quien ha decidido otorgarnos la libertad, pero que Él también vive. Somos libres los dos y en esa libertad nos encontramos para poder mirarnos y querernos de una forma única.
Además, siempre esperamos a quien nos importa. Cada día que íbamos al instituto yo esperaba a mi amigo debajo de su portal. A veces incluso tenía que subir a su casa para meterle prisa. Creo que llegábamos tarde 3 de cada cinco días de la semana. Pero yo lo esperaba; y a veces Él a mí. Y siempre tenía un chicle para darme, como modo de recompensa por esa espera. Bueno, Dios es importante para nosotros en la medida en la que aprendamos a esperarlo. Porque cuando alguien nos importa lo esperamos tarde lo que tarde. Como si de una frase de película se tratase: «te esperaré toda la vida».
Van Breemen también afirma que uno que espera con las manos abiertas sabe que se enfrenta a la posibilidad de que el Otro, de que Dios quite de nosotros aquello que estorbe en la relación o que nos dé algo que falta, pero solo si la espera es verdadera, con los brazos abiertos a este precioso don de la amistad. Mi amigo Buber dice exactamente esto: «toda vida verdadera es encuentro», pues hemos dejado que el otro se encuentre con nosotros. Y así nos ponemos ante Él.
Orar es esperar. Pero primero nos ha esperado Él. Nos ha anhelado Él. Aprendamos a ponernos así. Cuesta, sí, lo sé; pero no es imposible. Pidámoselo a Dios.
[Imagen de Cathopic.com]
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