Homilía escrita por mí para el Domingo de Ramos, del año del Señor 2020
¡Benditas las palmas que salen a recibir al Señor! Hoy, de un modo singular como no se recuerda en la historia de la Iglesia, la procesión de Ramos ha sido la más multitudinaria y colorida del mundo. No se trataba de la celebración particular de una parroquia, sino de la congregación de cientos de palmas, ramos o dibujos de las mismas en nuestros balcones, recordándonos el paso del Hijo de David.
Las palmas de aquellos judíos que recibieron a Jesús se han convertido este año en tantos corazones que, sacudidos por esta crisis, han acudido a recibir al verdadero Redentor. «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21, 9). Era el Esperado, sobre el que tantos profetas habían hablado. Y ahora, con un rostro humano, se presenta aquel Corazón divino.
Nuestras palmas se han convertido en esta Semana Santa tan peculiar en los deseos, oraciones, peticiones y palabras que hemos arrojado al paso de Jesús. Porque verdaderamente va a pasar por nuestra vida. Será su Pascua la que acontezca para nosotros, la que venga a sacudir nuestra pequeña realidad para que volvamos la mirada hacia el horizonte prometido. Aquellos judíos salieron con lo mejor que poseían a recibir al Mesías, a recibir a su Rey. Nosotros venimos con nuestras benditas palmas, con nuestras vidas, quizás desgastadas, cansadas o apesadumbradas, pero con todo lo ellas son.
Y hay un detalle que siempre parece pasarnos desapercibido, pero que es realmente importante. A Jesús no fue a recibirlo una sola persona de una familia o condición social concreta. A Él lo aclamó una multitud, donde no importaba la situación económica, el apellido que portaban o el status político que tenían. Era el Pueblo de Dios que salía a recibir al Enviado, al que los salvaría. Aquella comunidad es la que hoy vemos en tantos balcones, en tantas de nuestras casas que siguen la Eucaristía a través de los distintos medios. No hay distinción de «judío y griego, esclavo y libre» (Gal 3, 28). Todos somos Iglesia. Y juntos recibimos a Jesús que viene por amor a nosotros.
Que tampoco se nos olvide que su salvación no era política, económica, ni siquiera sanitaria. ¡Dios no nos ha ahorrado sufrimientos ni dolores! Cuando llegan las tormentas a nuestra vida en seguida increpamos a Jesús para que las haga detener; pero, ¿y el resto del tiempo? Queremos convertir a Dios en un títere que salve nuestros problemas. ¿Acaso Él no nos ha hecho libres? Pero no olvidemos una de sus promesas más bellas: «si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 20). Porque, a pesar de todo, no ha perdido su omnipotencia, capaz de salvarnos también de las dificultades presentes.
Y, con todo, su mayor acción es la salvación de la humanidad. Viene a liberarnos del pecado, a regalarnos una vida eterna, a mostrarnos que nuestra vida tiene un fin pero no un final, que peregrinar por este mundo es el camino del Cielo. Y, una vez más, que la relación con Dios no se entiende sin la fe. Porque fue la fe la que hizo que todos aquellos hombres y mujeres, niños y ancianos, esclavos y libres, fuesen a recibir a su Salvador.
Queridos hermanos: levantad bien altas vuestras palmas o ramas, vuestros benditos corazones, al paso del Redentor, que entra de nuevo en ellos para hacer historia, la más preciosa y bella historia del Amor salvador de Dios.
[Imagen: Cathopic.com]
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