«Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.» (Gn 1, 26-27).
Así narra el primer relato de la creación como sucede el instante en que el hombre es creado. Y nos encontramos un paralelismo precioso:
«a imagen de Dios lo creó,
hombre y mujer los creó.»
La diferencia entre el hombre y la mujer se introduce en los trazos de la imagen divina. El Antiguo Testamento afirma que la diferencia sexual (macho y hembra) no es el fruto de un castigo divino, ni de una caída del hombre, sino que está introducida entre los rasgos que hacen al ser humano semejante a Dios. Esa diferencia, signo corporal de su vocación al amor, remite a quien es la fuente de todo amor. Además, es evidente que el hombre solo subsiste en concreto como varón o como mujer, y en ambos casos es imagen de Dios.
Debemos advertir que en las mitologías del Antiguo Oriente Próximo era dominante la actividad sexual de los dioses, cuya creación era el resultado de la unión entre divinidades masculinas y femeninas. Aquí sucede que será el hombre el que es varón o hembra, no la divinidad. Por tanto, aunque la imagen de Dios en el hombre es reconocible en ambos sexos, no debemos proyectar en Dios esa forma de diferencia sexual.
¡Qué bello descubrir que llevamos inscrita en nuestra diferencia sexual la imagen de Dios! Y que es la procreación un signo de esta imagen de Dios. Se trata de participar en el acto creador de Dios, siendo pro-creadores. Pero si entendemos la procreación solo como un mantener la especie, como si de producir hijos se tratase, entonces no nos diferenciaríamos de los animales. Es por eso que al hablar de esta dimensión procreativa del hombre nos referimos a la educación, a engendrar por la palabra. Si Dios crea con su palabra en el primer relato de la creación, el hombre, hecho a su imagen, debe pro-crear de un modo semejante, es decir, acompañando al acto de generar hijos con la educación por la palabra de los mismos.
Set fue engendrado cuando Adán tenía 130 años (cf. Gn 5, 3). El texto dice en concreto: «engendró a un hijo a su semejanza, según su imagen». Por tanto, Set es engendrado a imagen y semejanza de Adán; esta es la condición filial, el ser hijo engendrado por un padre a su imagen y semejanza. Así, la relación entre Dios y el ser humano, en Gn 1, apenas creado es de alguna forma asimilada a la filiación, y apunta hacia ella. En Cristo esta relación llegará a su plenitud porque es el Hijo de Dios. La semejanza divina, por tanto, está presente en la relación padre-hijo: de Dios a Adán, de Adán a Ser: del engendrador al engendrado.
En conclusión, el ser humano, creado en la diferencia sexual, varón y hembra, es imagen y semejanza de Dios, cuya transmisión de la vida implica transmitir esta semejanza; y que Cristo ha restaurado la imagen de Dios que había sido herida por el pecado original y que se nos devuelve con el sacramento del bautismo. Por tanto, la vocación al amor del hombre y la mujer es también un responder a la llamada de Dios a pro-crear, no solo generando vida, sino educando por la palabra.
[Imagen: Cathopic.com / Publicado en Falando baixiño]
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